Diario Expreso, Guayaquil. Las experiencias de un galeno con corazón ecuatoriano. Paolo Marangoni no solo es considerado el padre de la planificación familiar en el país, incentivó también el arte, es escritor y benefactor. Lo llamaron inmoral y ese día de 1966, Paolo Marangoni Soravia, tuvo que huir de Cuenca. El médico, firme creyente de la planificación familiar, se había sumergido en un debate universitario que lo dejó ante la mirada de los asistentes como un opresor.
En esa sala donde dominaba la creencia de que la hombría se medía por el número de hijos y que con ellos se garantizaba la mano de obra, sus palabras sonaban como un llamado al desacato. No concebían la idea de utilizar métodos de anticoncepción como una paternidad responsable.
Tan mal recibida fue su intervención que lo declararon ciudadano no grato. Hasta los amigos “me aconsejaron que me largue”.
Hoy, a sus 85 años, este galeno nacido en Italia pero que se considera completamente ecuatoriano, lo recuerda como una de las tantas barreras que debió romper, incluyendo la oposición de la Iglesia, para lograr que en el país haya una preocupación por la salud sexual y reproductiva.
El fundador de la Asociación Pro Bienestar de la Familia Ecuatoriana (Aprofe) y el hombre que vivió la II Guerra Mundial, ha sido de todo un poco, hasta industrial, una faceta que asumió como parte del legado familiar, pero que apenas pudo abandonó.
Debió hacerse cargo de la empresa de pinturas Arcol que su padre, Alessandro, instaló en Ecuador cuando llegó en 1947. Asumió la responsabilidad como hijo único y ante el deterioro de la salud de su progenitor a causa de un cáncer de estómago.
No había planificado venir al país, lo reconoce, pero apenas se bajó del avión, en 1955, sintió una afinidad que hizo que sentara sus raíces en Guayaquil.
Hijo de un hombre que no solo era empresario sino también pintor, veía con el tiempo acrecentar su interés por el arte, hasta que sin darse cuenta formó parte de un grupo de amigos que se reunían todos los sábados y que se autodenominaron La Manga.
Todo comenzó un día en que viajó con su esposa Rosita a Milán y ella decidió teñirse el cabello de rojo. Era otra mujer y él quería plasmar ese momento. A su retorno a Ecuador fue de inmediato al restaurante El Rosado, de Alfredo Czarniski, y allí le recomendaron al artista Humberto Moré.
La obra estaba lista y Moré le pidió que le permitiera llevar a unos amigos a su casa para que vieran la pintura. Así sucedió una semana después y, en medio de comentarios, los presentes “hicieron pedazos” la creación. Claro, para ese entonces Rosita ya tenía el cabello castaño. Theo Constante, uno de los invitados, pidió el caballete para demostrar que lo podía hacer mejor.
Era un grupo grande, que se mantuvo por más de 12 años y al que pertenecieron también Luis Martínez, Fernando Cazón y Enrique Tábara. “Yo no me hubiera imaginado que en Guayaquil de la época pudiera haber esa cantidad de intelectuales de tal categoría”, cuenta.
Su vida está llena de anécdotas en sus múltiples actividades donde también ha sido vicedirector por 17 años de la Junta de Beneficencia de Guayaquil y que no solo le ha dado galardones institucionales sino también aquellos como el del suburbio de Guayaquil donde lo declararon ciudadano benefactor.
Autor de libros, aún no se decide a publicar la historia de su vida “Memorias de una hormiga”, que guarda en uno de los cajones de su oficina, en el primer piso en Aprofe.
Y aunque sus logros son muchos su mayor éxito, asegura, es ver los triunfos de su hijo Alejandro, un científico destacado en Canadá y de Larissa, máster en Bellas Artes que ahora lo acompaña en su labor de Aprofe.
“Esa vocecita de mujer que usted escucha en la otra sala es mi hija”, dice orgulloso mientras en su computadora permanece abierta una pantalla por la que minutos antes tuvo contacto con su hijo a través de una videoconferencia.
Ahora, es tiempo de revivir el tema de la planificación familiar y ya se enfoca en lo que hará el próximo año para que la gente logre entender que hay un límite del crecimiento.
No puede evitar detenerse en la calle a pensar qué sucede en la vida de cada persona que se cruza por su camino y solo pide que cada vez más ciudadanos comprendan que así como tienen derechos también tienen deberes que cumplir. Es una etapa de su vida a la que le ha puesto gran empeño y que ahora enfrenta en una sociedad que ya no tiene tantos miedos de hablar sobre la salud sexual y reproductiva.
Tomado de diario Expreso, 8 de octubre de 2009