Diario El Telégrafo, Guayaquil. Los cementerios rebasaron su capacidad de visitantes. En los lugares se comió y rezó sobre las tumbas.
Cuesta un poco encontrar a personas que mantengan vivas las tradiciones del Día de los Difuntos, como preparar la comida favorita del fallecido, reunir a la familia alrededor de la tumba para recordarlos, etc. Sin embargo, aún algunos habitantes mantienen viva esta costumbre.
En el Cementerio Ángel María Canals, ubicado en la 38 y la F -suburbio de Guayaquil-, ayer estas tradiciones pudieron notarse.
En la tumba de Cecilia Ronquillo, un sacerdote daba misa, ante la presencia de unas quince personas, todos familiares, que se reunieron para visitar a este ser querido.
Mientras el sacerdote seguía con el acto religioso, como fondo se escuchó el sonar de las guitarras que entonaban una canción que refería a la pérdida de una madre.
Eran Liborino Salazar y Temístoples Coello, lagarteros de profesión, quienes con voces un tanto roncas -debido al arduo trabajo que tuvieron ayer- fueron contratados para cantar en la fosa de Rosa Alejandrina Vivas, mientras los hijos de la difunta, limpiaban el lugar.
Al paso de las horas, al sector llegaron más personas, muchos con sillas y unos cuantos parasoles, para cubrirse de los rayos solares, que, para suerte de varios, no los acompañaron. Otros se hacían presentes con brochas y pintura, que servirían para limpiar y pintar las criptas.
Virma Rivas de León, en compañía de sus hermanos y de sus hijos, luego de haber rezado por el alma de sus padres que descansan en el sitio, se preparó para servirse en tarrinas lo que más le gustaba a sus progenitores: la colada morada.
En el Cementerio General, también la gente llegó en gran número. Fue tal la cantidad de gente que la Av. Pedro Menéndez Gilbert permaneció cerrada para evitar que circulen los vehículos, algo que favoreció para que las persona transiten sin problema. La única diferencia que se observó entre estas dos necrópolis fueron las tradiciones, pues en el General sí estuvieron ausentes.
Mientras que en Quito, desde las 07:00 los cementerios se empezaron a llenar de gente. En los sectores populares las calles aledañas se abarrotaron de quioscos donde se vendieron flores y coronas pequeñas. También, se improvisaron carpas en las que ofrecían todo tipo de comida. Asimismo, los niños tenían un espacio de distracción en rústicos carruseles que funcionaban cerca.
Dentro de los cementerios los familiares se apresuraban a encontrar la tumba de su ser querido y ganar un puesto para sentarse.
El camposanto de Calderón, uno de los más tradicionales, aún se celebran ritos ancestrales para recordar a los difuntos. Incluso por la multitud casi no había espacio y los visitantes debían pisar las tumbas para llegar hasta la de su ser querido.
Cuando llegaban, limpiaban un poco el lugar, ponían flores, y tarjetas en las que se dejaba constancia de la visita.
Los visitantes esperaban a toda su familia y cuando llegaban compartían la comida preferida del difunto. Ollas llenas de arveja amarilla, fundas de tortillas de papa, lechuga con remolacha, huevo, colada morada y guaguas de pan conformaban el menú.
En la entrada del cementerio se realizaba una misa católica, en la que se invitaba a los participantes a arrepentirse de sus pecados.
En Cotocollao se escucharon los acordes de guitarra y voces que entonaron melodías tristes que pedían al cementerio que les devuelva a sus seres queridos.
Los dúos cobraban un dólar por cada interpretación como lo hizo el músico Gonzalo Simbaña quien siempre espera con ansia estas fechas, porque hay más contratos.
Tomado de diario El Telégrafo, 3 de noviembre de 2009.