Diario Expreso, Guayaquil. El deficiente servicio de los hospitales estatales de la ciudad ha hecho que el área de urgencias del Vernaza colapse. Ser el mejor le ha acarreado el problema de una sobredemanda. Ocho horas pensando en la posibilidad de un infarto. Peor: presentando los síntomas en la sala de emergencias de un hospital sin que nadie haga algo. Esa fue la realidad que le tocó vivir, el miércoles pasado, a “Leticia”, una mujer que bordea los 50 años de edad.
Ocurrió en la sala de emergencias del hospital Luis Vernaza de Guayaquil. Leticia arribó a esa casa asistencial en horas de la madrugada, cerca de las cuatro. Llegó acompañada de su hija, en medio del frío que se cuela por los huesos.
Pese a sus temores, “Leticia” logró mantener la calma, esperando pacientemente que los médicos y enfermeras del hospital Vernaza le indicaran a qué lugar dirigirse para aliviar los síntomas.
La actitud de la mujer sorprendió a quienes, a esa hora de la madrugada, habían llegado hasta allí en busca de un alivio para los males de sus seres queridos.
A esa hora, el movimiento más bien es bajo, casi nulo. De no llegar una ambulancia con heridos, médicos residentes e internos buscan una silla, una camilla o un escritorio donde reposar sus cuerpos cansados por 24 horas de guardias.
Durante el día, el trajín de médicos y enfermeras no se detiene. Dentro de Emergencias, en una sala de espera de treinta metros cuadrados, dispuestos en ocho camillas esperan los pacientes que han sido llevados por situaciones clínicas difíciles.
Los que no están en camillas permanecen en sillas de ruedas o en bancas, como contando los minutos, las horas. La mayoría permanece conectado a vías de suero hidratante que parecen interminables. Algunos están acompañados, otros padecen solos. Se quejan, piden que los ayuden, lloran, pero tienen que esperar.
Los médicos, de rostros cansinos y taciturnos, no dan abasto con los heridos a bala, a cuchillo o lesiones en accidentes laborales. Fácilmente, son presa del estrés y la sensibilidad ante el endiablado ritmo de trabajo.
Para muchos pacientes, los galenos tienen actitudes prepotentes o despreocupadas con los enfermos.
Nada que ver. Son humanos de carne y hueso que se ven en la penosa obligación diaria de establecer prioridades: “Puede sonar duro, pero es necesario”, dicen.
Es casi mediodía del miércoles. La sirena de una ambulancia, procedente de Daule, pone en alerta a todos, en especial a los guardias, que son los encargados de dar el “recibimiento” al paciente y proceden a desalojar a quienes estén en la sala.
El portón de hierro color crema se abre de par en par y deprisa. Los “paramédicos” de la ambulancia, que en realidad son solo jóvenes entrenados para monitorear los signos vitales del paciente mientras llega a la casa asistencial, indican que se trata de un hombre mayor que sufrió un accidente de tránsito.
Una vez se abre la puerta, un grupo de médicos y enfermeras lo espera en la sala de reanimación. No puede respirar por sí mismo. Lo calamitoso del asunto es que tampoco hay con qué darle oxígeno: no hay un respirador artificial disponible: están en uso. En vez de este, el procedimiento debe ser realizado manualmente. Una interna se encarga de bombear los pulmones del herido el tiempo que sea necesario con un respirador básico.
En el área de reanimación hay espacio para 16 camas, pero los fines de semana, quincenas o feriados la capacidad es rebasada, llegando a tener hasta 23 pacientes.
Y es que el ritmo de trabajo en la sala de emergencias es impredecible. Los médicos nunca saben si el paciente en realidad está en una situación grave o simplemente exagera los síntomas para llamar la atención.
En menos de una hora, antes del mediodía, han llegado 4 ambulancias. Cuando hay este tipo de congestiones, galenos y enfermeras entran en shock. Peor cuando el paciente se debate entre la vida y la muerte.
También los hay, cómo no, que por salirse del trabajo o de la clase en el colegio, simulan desmayos o situaciones similares. Es el teatro de la vida.
Estos casos son comunes, dice el médico Luis Cherrez, mientras examina a una paciente que había sido llevada hasta el sitio porque supuestamente estaba inconsciente. El médico demostró que estaba actuando, y dijo: “Mírele los ojos, están parpadeando. Si en verdad estuviera desmayada no haría eso”.
Obviamente, los médicos no pueden a primera vista decirle esto a un paciente, por más que ellos se den cuenta.
Tan solo un pasillo con un metro de ancho es lo que separa a la sala de reanimación con cirugía menor. A dicha área llegan los pacientes con heridas de bala, de armas cortopunzantes, personas con accidentes laborales o caseros.
Una de las anécdotas que más recuerda el médico Édgar Román es la pelea que se formó en la sala de espera de Emergencias, cuando dos hombres que se habían apuñalado entre sí, empezaron a reñir de nuevo. Uno de ellos volvió a salir herido. Y obviamente tuvo que ser atendido en el hospital.
Estas acciones, sumadas a la adrenalina de los médicos al tener en sus manos a pacientes que se debaten entre la vida y la muerte, convierten al área de emergencias en una lugar lleno de tensiones y situaciones muy difíciles de manejar.
Situación
La sala de Emergencias del hospital Luis Vernaza recibe a diario más de 150 pacientes. A pesar que tiene una capacidad de 180 camas, estas en algunos casos no abastecen.
Tomado de diario Expreso, 21 de septiembre de 2009.